Vivir
inmerso en sombras,
llevando
las pupilas asoladas
por
intentar paliar, humedeciéndolos,
los
fracasos de Agosto,
por
querer descifrar el alma de las cosas
a
base de dejarse en sus aristas
la
ingenuidad ilusa
que
había en la mirada sin un grito,
no
es tan grave
si
se vive en el reino de los ciegos.
Solamente
es un drama
si
tienes todavía un ojo indemne
y
entiendes que la luz nunca prescribe.
Que
debes entregarte
a
la absurda proeza de alcanzar
su
esencia y ofrecerle
tu
último alarido.
Sí
sabes que la piel
-sobre
todo la piel-
es
tan proclive
a
dejarse engañar por cualquier tacto.
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