En
esa hora amable
en
la que el Sol declina
y los pájaros vuelven a su nido,
paseo
por las calles,
inexorablemente
ensimismada
en
buscar en las líneas que ha ido dibujando
el
tiempo en el jalbegue
el
mapa cabalístico que sepa conducirme
por
senderos de olvido
hacia
ninguna parte.
Son
las calles de siempre,
esas
que ya distinguen
el
eco mis pasos
y
saben por el modo de arrastrarse
qué
rincones del alma
me
duelen,
qué
engranajes
del
corazón están desajustados ,
igual
que yo domino
el
código que opera en cada esquina,
los
olores que exhalan sus pasajes más sórdidos,
el
color del plumaje
de
todas las palomas que extienden su zureo
sobre
los bulevares.
En
mi deambular
me cruzo habitualmente con otros paseantes
que
también van buscando
poner tierra por medio con sus cavilaciones
o
meditar a solas.
Muchos
me reconocen,
lo
mismo que yo a ellos,
y
nos intercambiamos, entre gestos cordiales,
los
saludos corteses
de
rigor,
las
preguntas
sobre
temas triviales...
Después
cada mochuelo regresa hacia su olivo
con
su secreto a cuestas
y
algo que podría decirse una sonrisa
dibujado
en los labios.
No
seré quien lo niegue,
es
tan reconfortante transitar
espacios
conocidos
rodeado
de rostros familiares...
A
pesar de que tengo la certeza
que
nadie me conoce.
Y que tampoco yo conozco a nadie
Y que tampoco yo conozco a nadie
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