Decidme:
¿
Quien habrá entre todos nosotros
que
pueda proclamar que no siente en sus manos
la
infamia de la sangre?
No es
preciso
blandir
la piedra ni empuñar la daga,
ni
sentir cómo fluye, rojo caudal de vida,
buscando
el piel a piel,
hasta
que te perturbe su tacto pegajoso,
dejando
su olor acre
tatuado
en tu memoria.
Basta
tener el corazón apático,
asentado
en tibieza,
y los
ojos dispuestos a mirar
hacia
el encuadre que más nos retribuya
y menos
mortifique.
Después, basta que el mundo
siga girando al son de sus rutinas.
La
intolerancia tiene muchas caras
con
multitud de aristas
y todas
con su filo,
los
odios proliferan
lo
mismo que las setas en Noviembre,
los bombarderos y las escopetas,
las
carga -es vox pópuli- el diablo,
y
siempre hay un loco, un malvado, un idiota...
dispuesto
a dispararlos.
El
aquelarre cruento está servido.
El
cielo seguirá, en un rapto patético,
bramando
la pregunta retórica de siempre:
¿ Qué has hecho con tu hermano?
¿ Qué has hecho con tu hermano?
Pero
somo cainitas
redomados,
pragmáticos, curtidos
por
milenios de práctica.
Sabemos
como nadie
esconder
bajo cúmulos de excusas
montañas
de quijadas.
Disimular
el rostro ardiente de vergüenza,
refrescándonoslo
con
unas cuantas y baldías lágrimas.
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