En la
quietud perfecta,
frágil,
de las mañanas que presumen
de luz
hecha embeleso,
mientras
que cabriolean y dibujan
encajes
de primor y floritura
sobre
un manto de nieve inmaculada,
oigo
como alborotan
los
diminutos pájaros.
Y capto
su difuso nerviosismo,
su
miedo, su ansiedad,
incluso
su alegría desbordada
si
alguno desentierra
una
pizca de pan , el resto fósil
de
antiguas abundancias.
Como
ellos
yo
también echo en falta las lisonjas
de un
tiempo más propicio.
En las
ociosas horas dilatadas
de la
tarde de un sábado cualquiera
de
cielo encapotado
en las
que que si respiras
es por
no despreciar el don del aire,
consigo,
si me esmero,
descifrar
el suspiro que se escapa
de las
mismas entrañas de la tierra
y
reclama su cuota
de
humedad redentora, pues comparto
idéntica
esperanza.
Luego,
la
noche llega,
toda
sofoco y lastre ,
con su
inmisericorde
procesión
de fantasmas y desvelos
y en
tan desangelada coyuntura
me
aferro al clavo ardiente que me brinda tu voz,
suave
me habla
de un
pasado que no es el que recuerdo,
de un
presente que cuelga en el vacío,
de un
futuro cortado a la medida
de tu
necesidad.
Yo
escucho como el que oye
insólitas
palabras extranjeras
y no
comprendo nada.
Y el
silencio se vuelve más oscuro.
Y crece
el frío.
Y ya
solo se siente
cómo
la soledad medra y carcome
la
pulpa más sensible e íntima del alma.